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05 febrero, 2015

Una mirada por fuera del tiempo

Últimamente sigo la filosofía de nunca callarme ningún pensamiento o sentimiento positivo: después de todo, el mundo ya está lleno de afirmaciones negativas, así que algo bueno de vez en cuando siempre sienta bien. Así que hoy, que me siento extrañamente inundada de gratitud, voy a permitirme mi minutillo de sensiblería y a postear mi cariño.
Es extraño como las cosas realmente buenas se dan principalmente en contextos de presión, o en momentos que a priori parecen nefastos. Nunca sabremos cuánto necesitamos algo hasta que nos falta, y nunca disfrutaremos más de ello que cuando podamos volver a tener al menos un poco. Nunca saborearemos más un sorbo de agua que cuando hemos pasado sed. Nunca entenderemos cuán placentero es dormir hasta después de sufrir insomnio. Nunca una sonrisa nos parecerá tan bella como un lunes por la mañana
En períodos de vacaciones, entro en una especie de “coma” anímico muy curioso. Soy incapaz de emocionarme por nada, incapaz de sentir nada con la misma fuerza que en otros períodos. No me enfado, no me divierto, no me indigno, no estoy ahí. Es como si existiera en otro plano, lejos de todo lo que me rodea. Nada me afecta. Supongo que es mi respuesta ante la falta de rutina y contacto humano. Y sí, es un estado muy cómodo, porque nada puede alcanzarme. Nada puede hacerme daño. Pero no es sano, ni viable a largo plazo, porque, al fin y al cabo, soy humana, y necesito de un plano emocional funcional para existir como tal.
Debido a este “coma”, la vuelta a la actividad resulta tan chocante, como pasar del agua caliente a la fría en un spa. Vivía en una burbuja, que, de pronto, ha estallado, lanzándome, vulnerable, a la tormenta oceánica del día a día. Todos los ruidos son demasiado altos, toda la gente piensa demasiado rápido, las responsabilidades vuelven con la fuerza de un tsunami. La confusión y el rechazo me inundan, y solo deseo echar a correr y volver a meterme en mi cama.
De pronto, vuelven las emociones. Odio madrugar. Odio la universidad. Odio los coches, y el ir y venir incesante de gente con el ceño fruncido. Odio las multitudes, las expectativas, sacrificar lo que me gusta por lo que debo hacer. En definitiva, odio todo lo que se halle fuera de la protección de las cuatro paredes de mi cuarto, la habitación más segura, cálida y calma del mundo entero.
Pero entonces, al hacer balance de los estragos, me doy cuenta de que hay estrellas que brillan en la negrura. Y es ahora, cuando más falta me hace la luz, que realmente llego a valorarlas.
Llegar a clase y ver a María es lo mejor que me puede deparar la mañana. Ahora me doy cuenta de cuánto la he echado de menos: lo bien que trabajamos juntas, la forma en que nos entendemos a la primera, su manera de pensar, tan propia y diferente a la mía que me obliga a replantearme las cosas.
Volver a ver a mis compañeros que se han ido de Erasmus, (Kathryn, Maca, Mario...) y ver cómo hemos cambiado, cómo hemos crecido en este último año, tanto ellos como nosotros, me produce un extraño orgullo. El reencuentro me recuerda invariablemente que el tiempo pasa, y que nos hacemos mayores. Somos distintos, y el cambio me inquieta, y al mismo tiempo me tiene expectante. Como si, por momentos, el pasado, el presente y el futuro fueran uno en nuestra aula, y solo yo pudiera verlo.
Y finalmente, ver de nuevo a algunos amigos, cuya sola presencia me hace querer llorar de alivio, como si fueran un bálsamo sobre mi piel quemada por el sol: Javi, Fran, Sora (aunque esté lejos). Esta extraña percepción del tiempo que he adquirido me muestra con claridad algo que parece obvio, pero que en general no se suele comprender del todo: nada es eterno. ¿Cuántas tardes más pasaré viendo series con Fran? ¿Cuántas tardes de rol, rodeados de hummus y nachos, me quedan con Javi, Mario o Alfred?
¿Cuántas mañanas más tendré que despertarme a las seis y media para ir a clase? La nostalgia es adictiva, y hay que tener cuidado con ella, pero ahora me permite entender la importancia de cada uno de estos momentos con la gente que quiero. Me permite ver más allá de lo obvio, más allá del engorro del día a día, y me llena de gratitud, y de un cariño sincero que crece como la espuma, y que hace que valga la pena todo lo malo.

Así que gracias. De verdad. Os quiero.

May Parodi

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