Últimamente
sigo la filosofía de nunca callarme ningún pensamiento o sentimiento positivo:
después de todo, el mundo ya está lleno de afirmaciones negativas, así que algo
bueno de vez en cuando siempre sienta bien. Así que hoy, que me siento
extrañamente inundada de gratitud, voy a permitirme mi minutillo de sensiblería
y a postear mi cariño.
Es extraño
como las cosas realmente buenas se dan principalmente en contextos de presión,
o en momentos que a priori parecen nefastos. Nunca sabremos cuánto necesitamos
algo hasta que nos falta, y nunca disfrutaremos más de ello que cuando podamos
volver a tener al menos un poco. Nunca saborearemos más un sorbo de agua que
cuando hemos pasado sed. Nunca entenderemos cuán placentero es dormir hasta
después de sufrir insomnio. Nunca una sonrisa nos parecerá tan bella como un
lunes por la mañana
En
períodos de vacaciones, entro en una especie de “coma” anímico muy curioso. Soy
incapaz de emocionarme por nada, incapaz de sentir nada con la misma fuerza que
en otros períodos. No me enfado, no me divierto, no me indigno, no estoy ahí.
Es como si existiera en otro plano, lejos de todo lo que me rodea. Nada me
afecta. Supongo que es mi respuesta ante la falta de rutina y contacto humano.
Y sí, es un estado muy cómodo, porque nada puede alcanzarme. Nada puede hacerme
daño. Pero no es sano, ni viable a largo plazo, porque, al fin y al cabo, soy
humana, y necesito de un plano emocional funcional para existir como tal.
Debido a
este “coma”, la vuelta a la actividad resulta tan chocante, como pasar del agua
caliente a la fría en un spa. Vivía en una burbuja, que, de pronto, ha estallado,
lanzándome, vulnerable, a la tormenta oceánica del día a día. Todos los ruidos
son demasiado altos, toda la gente piensa demasiado rápido, las
responsabilidades vuelven con la fuerza de un tsunami. La confusión y el
rechazo me inundan, y solo deseo echar a correr y volver a meterme en mi cama.
De pronto,
vuelven las emociones. Odio madrugar. Odio la universidad. Odio los coches, y
el ir y venir incesante de gente con el ceño fruncido. Odio las multitudes, las
expectativas, sacrificar lo que me gusta por lo que debo hacer. En definitiva,
odio todo lo que se halle fuera de la protección de las cuatro paredes de mi
cuarto, la habitación más segura, cálida y calma del mundo entero.
Pero
entonces, al hacer balance de los estragos, me doy cuenta de que hay estrellas
que brillan en la negrura. Y es ahora, cuando más falta me hace la luz, que
realmente llego a valorarlas.
Llegar a
clase y ver a María es lo mejor que me puede deparar la mañana. Ahora me doy
cuenta de cuánto la he echado de menos: lo bien que trabajamos juntas, la forma
en que nos entendemos a la primera, su manera de pensar, tan propia y diferente
a la mía que me obliga a replantearme las cosas.
Volver a
ver a mis compañeros que se han ido de Erasmus, (Kathryn, Maca, Mario...) y ver
cómo hemos cambiado, cómo hemos crecido en este último año, tanto ellos como
nosotros, me produce un extraño orgullo. El reencuentro me recuerda
invariablemente que el tiempo pasa, y que nos hacemos mayores. Somos distintos,
y el cambio me inquieta, y al mismo tiempo me tiene expectante. Como si, por
momentos, el pasado, el presente y el futuro fueran uno en nuestra aula, y solo
yo pudiera verlo.
Y
finalmente, ver de nuevo a algunos amigos, cuya sola presencia me hace querer
llorar de alivio, como si fueran un bálsamo sobre mi piel quemada por el sol:
Javi, Fran, Sora (aunque esté lejos). Esta extraña percepción del tiempo que he
adquirido me muestra con claridad algo que parece obvio, pero que en general no
se suele comprender del todo: nada es eterno. ¿Cuántas tardes más pasaré viendo
series con Fran? ¿Cuántas tardes de rol, rodeados de hummus y nachos, me quedan
con Javi, Mario o Alfred?
¿Cuántas
mañanas más tendré que despertarme a las seis y media para ir a clase? La
nostalgia es adictiva, y hay que tener cuidado con ella, pero ahora me permite
entender la importancia de cada uno de estos momentos con la gente que quiero.
Me permite ver más allá de lo obvio, más allá del engorro del día a día, y me
llena de gratitud, y de un cariño sincero que crece como la espuma, y que hace
que valga la pena todo lo malo.
Así que
gracias. De verdad. Os quiero.
May Parodi
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